martes, octubre 09, 2007

El sereno y la lumbre

Temprano adormecía, aunque ya el sereno asomaba reclamando lo suyo. La ciudad era sólo testigo. A veces tu eclipse me hace temblar, recordé, mirándolo, mientras incendiaba otro. Yo no enciendo cigarrillos, yo los incendio.

La lumbre presagió una bocanada. Pero el humo no era nada allí, ya la bruma, como debía ser, abrumaba. El sereno aceptó la ofensa, la primera. Las estrellas no se esforzaron demasiado. Mi lumbre contestó. Un circulo de tiza rodeó la ciudad, como tantas veces, para que aquel boulevard sin nombre, tan cercano, aquella esquina en la cual ya los ruidos de la Metrópolis -nadie dijo que el ego fuera malo- que de tanta indiferencia aturdían, se hiciera cenizas. Ante la doble irrealidad de una sonrisa, casi cancelando, casi real.

Mi fuego, discreto pero constante, insistió. Yo no soy quien para juzgar a la luna, no, pensé. Es que hasta la luna sabe traicionar había dicho alguna vez; para variar, en esa semántica rígida, impersonal y fría, perdía. Pero qué sentido tenía la ciencia, es más, que sentido tenía ganar o perder allí... si la victoria es para uno solo.

No recaí, Carpe nocte, por lo menos concientemente. Yo tengo algo para él, él tiene tanto para mí, para nosotros. Siempre, por lo menos, iluminando las veredas, las calles del pensamiento. Tiempo, tiempo es lo que da, lo que le sobra. El sereno es generoso. Caminando acompaña, deteniéndome también. Y ahora mi lumbre se somete a ello, porque debe, porque tiene, porque nos gusta.

Lo bueno de todo esto es que todos pueden llamar al sereno. Sólo basta con incendiar un cigarrillo y levantar la mirada.

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